lunes, septiembre 18, 2006

LA CUEVA DEL CHANCHO Leonardo García Pareja

La cueva del chancho

El escalón de la puerta era de piedra y demasiado bajo. La única posición posible era con las piernas paralelas o construyendo una obscena letra eme con mis rodillas apuntando al sol. El Tecla no llegaba. Su madre se inclinaba sobre una pileta arrancándole colores a una interminable cumbre de trapos contra una tabla de lavar. Cada tanto se pasaba el antebrazo por la frente o dejaba caer una prenda íntima sobre un fuentón. Yo observaba la operación arrojando mis ojos a través de las rodillas, como si mi cuerpo fuera una gran honda de carne y hueso.

Ella tenía el pelo ceniciento, como casi siempre, y unos tintes violetas le arañaban los muslos que, intermitentemente, la falda dejaba ver. En uno de sus giros me sorprendió y quedé como descubierto en falta aunque mantuve, no sé como, la horqueta de mi honda descarada.

Hubiera sido bueno que el Tecla llegara entonces. Ella hundió sus manos en el agua jabonosa lavando una sonrisa sucia para después colgar una a una las telas mojadas en la soga alta. Algunas gotas le bajaban por los antebrazos a la vez que los talones se despegaban del pasto para hamacarse en el equilibrio de unos tensos pies desnudos. En ese momento nada hubiera logrado que yo apartara la vista, ni siquiera el riesgo de que ella le contara a mi madre cómo la había mirado, de qué manera me había enseñoreado siguiendo el camino sinuoso de sus gotas.

Hubiera sido mejor que el Tecla llegara e interrumpiera aquello que, en rigor, no era nada.

El cielo se le derramaba en los ojos mientras sostenía con la boca un broche, y luego otro, y luego otro, permitiéndose, cada tanto, lascivas excursiones hasta el fregadero en donde se echaba hacia delante, curvándose como una llamarada tersa que inventara con cada temblor su tez carbónica.

Mi amigo llegó entonces y su madre se perdió tras una puerta, dejándome de golpe con todo el Tecla. Apenas si había logrado ponerme en pié cuando me preguntó si hacía mucho que lo esperaba. Murmuré que no, pero en realidad no estaba muy seguro.

Nos fuimos a cazar palomas, como siempre, más allá del río, bordeando la finca de los Aracena. Estábamos tan lejos que no se veían ni las chimeneas de la minera. Eramos él y yo nomás para decirnos las cosas que sólo el silencio se atreve a arrancar. Ahí mismo le pregunté si alguna vez había entrado en “La cueva del chancho”. Dijo que no. Había tanto silencio que dolía, ni el viento se atrevía a cortarlo. Entonces tomé un terrón de cal y comencé a golpearlo con una piedra hasta deshacerlo. El Tecla también me acompañó un rato en la estéril tarea de moler el polvo. Después bajamos.



Hay lugares que no deben ser vistos de día. La claridad los desangra entre las maderas rajadas de las ventanas. En el polvo, que baila al compás de la luz, podría decirse que flota algo del alma de las personas que allí habitan. Era posible comprender que los mineros, respirando aquella nube poseída de arcilla y cal, resucitaran su perfil más atávico. El deseo mataba las jerarquías humanas, tanto los capataces como el último ayudante allí debían esperar su turno.

Con el Tecla lo habíamos decidido aquella tarde, la del lento descenso por la quebrada de Las Tapias. Entraríamos en “La cueva del chancho”. Un martes tendría que ser porque los lunes por la noche no abría sus puertas y, por lo tanto, tendríamos la certeza de que nos recibiría la calma que le sucede siempre a la tormenta.

Un enorme candado como un gusano de plata envolvía un par de argollas cansadas que custodiaban la puerta. Fue necesario romper una ventana mezquina para poder caer en su penumbra.

Se decían muchas mentiras de la cueva. Demasiadas. Tanto que era imposible distinguir entre las fantasías de los niños y los rumores oficiales. Se aseguraba que las mujeres que quisieran trabajar en el lugar debían pasar primero por “El chancho Alaníz”, que era el encargado.

Había nueve sillas de totora heridas de tanta espalda, cuatro mesas de tabla cuadradas, de bordes carcomidos en los que se astillaba la madera desnuda. El piso era de tierra, el cielo de caña. Un par de habitaciones contiguas bostezaban su oscuridad con una arcada negra y maloliente. El mostrador era apenas los restos de un ropero mal cortado. Detrás florecían, como senos erizados, los cuellos de unas damajuanas. Me detuve a leer: Cavic, Ladero, Gargantini, Resero, Maravilla. El Tecla repasaba un naipe de mujeres desnudas, una colección de bocas entreabiertas nadando océanos de piel.

- ¡Mirá Pepo, mirá! – Me gritaba susurrando.

Es que en Los Berros no eran así las mujeres. Había pocas, tenían las manos de greda y las pantorrillas como retama. Eran cuerpos ecológicos que nunca interrumpían el paisaje. Se me ocurrió imaginar qué ocurriría si por el reparto azaroso y mágico de las barajas, una mujer del naipe aterrizara en este pueblo. Un caos ambiental, un insulto descomunal a la naturaleza. Era imposible entonces que en este sitio, tal como se decía, se hubieran tomado fotos como esas. Esta certeza y la confirmación de que la “Cueva del chancho” era tan sólo una construcción humana, me provocó un torpe alborozo. El Tecla compartía el mismo estado de ánimo. Saboreábamos la alegre soberbia de los descubridores.

Una vinchuca que se perdió entre las sombras tuvo la audacia de quebrar el equilibrio precario entre mis pensamientos y la respiración acompasada del Tecla. Aún nos faltaba visitar las dos catacumbas que desembocaban en el salón principal. Las columnas y las vigas de palo se declaraban incapaces de cobijar tanto alarido.

La escasa luz solar, provocada por la clausura monacal de las ventanas, impedía distinguir los detalles, pero en el centro de la primera reinaba un camastro de hierro. La geografía prepotente del colchón exhibía promontorios elásticos, alocadas depresiones y secos lagos biológicos. No había otros muebles, si descontamos un cajón de fruta vacío ascendido violentamente al rango de mesa de luz. Unos clavos percheros, como garras, arañaban el aire viscoso que alimentaba el fantasma calcáreo.

La otra habitación era idéntica. La siniestra simetría agigantaba la inocencia feroz del espectáculo. La decoración la aportaban los nombres y corazones tallados con navaja en el revoque.

Al fin la cueva, como si fuera un animal dormido que es molestado en la profundidad del sueño, nos arrojó a la calle por la comisura de su ventana. Apuramos el paso. El sol, afuera, ya tejía una mañana amarilla.



Cuando abrí la puerta del consultorio ingresó un viento tibio y, envuelta en él, la mujer ya anciana que reconocí inmediatamente, tal vez por su pelo ceniciento.

Se sentó encorvada sobre la camilla. Casi no hablaba. Tuve que ayudarle a quitarse las medias de muselina para examinarla. Fue en ese instante cuando en sus pupilas percibí el destello del recuerdo. El destello de un capullo de papel arrugado que se iba desplegando como un castillo de filamentos dejando entrever primero el perfil de Belgrano y después el alma naranja de un billete de cien. Detrás mi mano abierta, el brazo extendido y al final mi gesto entre la vergüenza el miedo.

Recordé su media risa cuando mandó llamar al chancho, como si necesitara pedir autorización, y hasta creí que me iban a echar de la cueva arrancándome una oreja.
Ahora me tocaba auscultar su pecho de nido de hornero abatido, tomarle con dos dedos la articulación del codo y hacerle balancear los brazos como agujas de un reloj desahuciado. Su mirada se entregaba a la lectura imaginaria de un diploma. Pero de golpe dijo “¿Cómo anda la Turca?”

No escuchaba la palabra “Turca” desde hacía treinta años. Pero fue suficiente para recibir el ataque de una imagen bloqueada en el olvido en donde soy un niño otra vez sólo en la casa, intentado trepar para alcanzar la caja de zapatos escondida que se cae y reparte fotos como navajas de toda la Turca y aveces también el brazo izquierdo del Chancho y otra vez la cueva y la Turca. Fotos como insectos venenosos que se arrastran por el piso, se me escapan y que yo que trato de devorar desesperado.
La anciana me mira. Intento responderle que mi madre falleció en el noventa y seis, pero las palabras se me atoran mucho antes de llegar a la boca.
Leonardo García Pareja

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